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Cuando la mañana del 20 de septiembre de 2010 la catedral de Saint Paul abrió sus puertas para despedir a Lee Alexander McQueen, sus bancos se convirtieron en una representación de la amalgama de mundos que es Londres. Las supermodelos, la aristocracia, las actrices, el arte, el lujo, la noche gay del Soho, los camellos, la familia obrera de un taxista del East End donde había nacido hacía 40 años aquel creador imprescindible que había decidido ocho meses antes poner fin a la mezcla de cuento de hadas y tragedia griega que fue su vida. Quienes estuvieron allí destacan una sensación como de compartimentos estancos. Todos esos mundos de Londres juntos, pero no revueltos, para despedir a la persona que había logrado fundirlos en una obra que influyó decisivamente en la historia de la moda.
“Estamos ante su regreso a casa”, resumía Martin Roth, director del Victoria & Albert Museum londinense (http://www.vam.ac.uk/), en la sala central de la exposición sobre Alexander McQueen ayer inaugurada, la más grande que ha dedicado nunca el prestigioso museo al mundo de la moda. Y esa idea de vuelta a casa, de homenaje definitivo de una ciudad a uno de sus más celebrados creadores contemporáneos, explica en parte la enorme expectación que ha rodeado a esta muestra, para la que se han vendido ya miles de entradas anticipadas, que se inauguró en el Metropolitan de Nueva York en 2011 y que llega ahora a Londres ampliada.
A través de 240 piezas repartidas por diez salas del museo, la exposición propone un recorrido por las creaciones de un diseñador formado en el clasicismo de las sastrerías de Savile Row y luego en la rompedora Saint Martins de principios de los noventa. Pero Belleza Salvaje, que es el nombre de la exposición, es también un viaje a las obsesiones de un artista atormentado. La naturaleza, el romanticismo, la violencia, el fetichismo, la vanguardia y la tradición, encarnada en los tartanes a través de los que McQueen quería rescatar el idealizado origen escocés de su humilde familia.
Mientras el público tomaba sus asientos en aquella despedida en la catedral de Saint Paul en 2011, un organista interpretaba Enigma, una pieza de la serie de variaciones musicales compuestas por Edward Elgar en 1899. Una música acertada teniendo en cuenta el misterio que, a pesar de la fascinación que despierta su trabajo, siempre ha rodeado a la figura de McQueen.
Cinco años después de su muerte, dos biografías, cuya edición coincide casi con la exposición del Victoria & Albert, vienen a arrojar algo de luz sobre el enigmático McQueen. Gods and kings, de Dana Thomas, explora los paralelismos entre McQueen y Galliano, sus auges y sus caídas, y cómo revolucionaron el burgués y adormecido mundo de la moda. Y en Blood beneath the skin, Andrew Wilson indaga, con ayuda de la familia y el círculo íntimo del diseñador, en las claves del éxito y el fracaso de McQueen, destacando los abusos sexuales que sufrió, cuando tenía nueve o diez años, por parte del que fuera marido de su hermana.
Ambos ofrecen un retrato lleno de ternura de un diseñador, dotado de una imaginación y un oficio fuera de lo común, que amasó una enorme fortuna que en sus últimos años dilapidaba, a razón de unos 700 euros al día, en sus adicciones a la cocaína, la metanfetamina y los calmantes.
“El amor no mira con los ojos, sino con la mente”. La cita de Sueño de una noche de verano, de Shakespeare, que McQueen llevaba tatuada en su brazo derecho, habla de la capacidad del amor, guiado por lo subjetivo y no por lo objetivo, de transformar lo feo en bello. Y eso, según Andrew Bolton, comisario de Belleza Salvaje, es clave para entender el trabajo de McQueen. Un trabajo al que, desde ayer, rinde homenaje la ciudad que fue su musa. Y en un museo que, como recordaba esta mañana su director, Martin Roth, era uno de sus rincones predilectos de la ciudad. “Es el tipo de sitio”, recuerda Roth que le dijo el diseñador, “en el que me gustaría quedarme encerrado por la noche”.