El cuarto año del rey Darío, el día
cuatro del noveno mes, el mes de Quisleu,
Betel Saréser, gran mago del rey, y sus
hombres enviaron una delegación para aplacar el rostro del Señor
y preguntar a los sacerdotes de la Casa del
Señor de los ejércitos y a los profetas: «¿Debo seguir llorando e imponiéndome
privaciones en el quinto mes, como lo he hecho durante tantos años?».
La palabra del Señor me llegó en estos
términos:
Habla a todo el pueblo del país y a los
sacerdotes, diciéndoles: Si ustedes han ayunado y se han lamentado en el quinto
y el séptimo mes desde hace setenta años, ¿es por mí que han practicado esos
ayunos?
Y cuando comen y beben ¿no lo hacen por
ustedes mismos?
¿No son estas las palabras
que proclamó el Señor por intermedio de los antiguos profetas, cuando Jerusalén
estaba habitada y tranquila, rodeada de sus ciudades, y estaban poblados el
Négueb y la Sefelá?
La palabra del Señor llegó a
Zacarías en estos términos:
Así habla el Señor de los
ejércitos: Hagan justicia de verdad, practiquen mutuamente la fidelidad y la
misericordia.
No opriman a la viuda ni al huérfano, al
extranjero ni al pobre, y no piensen en hacerse mal unos a otros.
Pero ellos no quisieron hacer caso: se
mostraron rebeldes y endurecieron sus oídos para no oír;
endurecieron su corazón como el diamante
para no escuchar la instrucción y las palabras que el Señor de los ejércitos
les había dirigido por su espíritu, por intermedio de los antiguos profetas.
Entonces el Señor de los ejércitos se irritó profundamente.
Y sucedió lo siguiente: Así como él
llamaba y ellos no escuchaban, así también ellos llamarán y yo no escucharé,
dice el Señor de los ejércitos.
Yo los esparcía como un torbellino por
todas las naciones que ellos no conocían, y el país fue devastado detrás de ellos,
sin que nadie fuera ni volviera. De una tierra de delicias, ellos hicieron una
desolación.