Por lo tanto, ya no hay condenación para
aquellos que viven unidos a Cristo Jesús.
Porque la ley del Espíritu, que da la Vida,
me libró, me libró, en Cristo Jesús, de la ley del pecado y de la muerte.
Lo que no podía hacer la Ley, reducida a la
impotencia por la carne, Dios lo hizo, enviando a su propio Hijo, en una carne
semejante a la del pecado, y como víctima por el pecado. Así él condenó el
pecado en la carne,
para que la justicia de la Ley se cumpliera
en nosotros, que ya no vivimos conforme a la carne sino al espíritu.
En efecto, los que viven
según la carne desean lo que es carnal; en cambio, los que viven según el
espíritu, desean lo que es espiritual.
Ahora bien, los deseos de la
carne conducen a la muerte, pero los deseos del espíritu conducen a la vida y a
la paz,
porque los deseos de la carne
se oponen a Dios, ya que no se someten a su Ley, ni pueden hacerlo.
Por eso, los que viven de acuerdo con la
carne no pueden agradar a Dios.
Pero ustedes no están
animados por la carne sino por el espíritu, dado que el Espíritu de Dios habita
en ustedes. El que no tiene el Espíritu de Cristo no puede ser de
Cristo.
Pero si Cristo vive en ustedes, aunque el
cuerpo esté sometido a la muerte a causa del pecado, el espíritu vive a causa
de la justicia.
Y si el Espíritu de aquel que resucitó a
Jesús habita en ustedes, el que resucitó a Cristo Jesús también dará vida a sus
cuerpos mortales, por medio del mismo Espíritu que habita en ustedes.
Hermanos, nosotros no somos deudores de la
carne, para vivir de una manera carnal.
Si ustedes viven según la carne, morirán.
Al contrario, si hacen morir las obras de la carne por medio del Espíritu,
entonces vivirán.
Todos los que son conducidos
por el Espíritu de Dios son hijos de Dios.
Y ustedes no han recibido un
espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos
adoptivos, que nos hace llamar a Dios
El mismo espíritu se une a
nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios.
Si somos hijos, también
somos herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, porque sufrimos con
él para ser glorificados con el.
Yo considero que los sufrimientos del
tiempo presente no pueden compararse con la gloria futura que se revelará en
nosotros.
En efecto, toda la creación espera
ansiosamente esta revelación de los hijos de Dios.
Ella quedó sujeta a la vanidad, no
voluntariamente, sino por causa de quien la sometió, pero conservando una
esperanza.
Porque también la creación será liberada
de la esclavitud de la corrupción para participar de la gloriosa libertad de
los hijos de Dios.
Sabemos que la creación entera, hasta el
presente, gime y sufre dolores de parto.
Y no sólo ella: también nosotros, que
poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente anhelando que se
realice la redención de nuestro cuerpo.
Porque solamente en esperanza estamos
salvados. Ahora bien, cuando se ve lo que se espera, ya no se espera más:
¿acaso se puede esperar lo que se ve?
En cambio, si esperamos lo que no vemos,
lo esperamos con constancia.
Igualmente, el mismo Espíritu viene en
ayuda de nuestra debilidad porque no sabemos orar como es debido; pero es
Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables.
Y el que sondea los
corazones conoce el deseo del Espíritu y sabe que su intercesión en favor de
los santos está de acuerdo con la voluntad divina.
Sabemos, además, que Dios
dispone, todas las cosas para el bien de los que lo aman, de aquellos que él
llamó según su designio.
En efecto, a los que Dios conoció
de antemano, los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él
fuera el Primogénito entre muchos hermanos;
y a los que predestinó,
también los llamó; y a los que llamó, también los justificó; y a los que
justificó, también los glorificó.
¿Qué diremos después de todo
esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?
El que no escatimó a su propio Hijo, sino
que lo entregó por todos nosotros, ¿no nos concederá con él toda clase de
favores?
¿Quién podrá acusar a los
elegidos de Dios? Dios es el que justifica.
¿Quién se atreverá a
condenarlos? ¿Será acaso Jesucristo, el que murió, más aún, el que resucitó, y
está a la derecha de Dios e intercede por nosotros?
¿Quién podrá entonces
separarnos del amor de Cristo? ¿Las tribulaciones, las angustias, la
persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada?
Como dice la Escritura: Por tu causa somos
entregados continuamente a la muerte; se nos considera como a ovejas destinadas
al matadero.
Pero en todo esto obtenemos una amplia
victoria, gracias a aquel que nos amó.
Porque tengo la certeza de que ni la
muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo
futuro, ni los poderes espirituales,
ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna
otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo
Jesús, nuestro Señor.