Porque el Reino de los
Cielos se parece a un propietario que salió muy de madrugada a contratar
obreros para trabajar en su viña.
Trató con ellos un denario
por día y los envío a su viña.
Volvió a salir a media mañana
y, al ver a otros desocupados en la plaza,
les dijo: "Vayan ustedes
también a mi viña y les pagaré lo que sea justo".
Y ellos fueron. Volvió
a salir al mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo.
Al caer la tarde salió de nuevo y,
encontrando todavía a otros, les dijo: "¿Cómo se han quedado todo el día
aquí, sin hacer nada?".
Ellos les respondieron:
"Nadie nos ha contratado". Entonces les dijo: "Vayan también
ustedes a mi viña".
Al terminar el día, el
propietario llamó a su mayordomo y le dijo: "Llama a los obreros y págales
el jornal, comenzando por los últimos y terminando por los primeros".
Fueron entonces los que habían llegado al
caer la tarde y recibieron cada uno un denario.
Llegaron después los primeros, creyendo
que iban a recibir algo más, pero recibieron igualmente un denario.
Y al recibirlo, protestaban contra el
propietario,
diciendo: "Estos últimos trabajaron
nada más que una hora, y tú les das lo mismo que a nosotros, que hemos
soportado el peso del trabajo y el calor durante toda la jornada".
El propietario respondió a uno de ellos:
"Amigo, no soy injusto contigo, ¿acaso no habíamos tratado en un denario?
Toma lo que es tuyo y vete. Quiero dar a
este que llega último lo mismo que a ti.
¿No tengo derecho a disponer de mis bienes
como me parece? ¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno?".
Así, los últimos serán los primeros y los
primeros serán los últimos».
Cuando Jesús se dispuso a subir a
Jerusalén, llevó consigo sólo a los Doce, y en el camino les dijo:
«Ahora subimos a Jerusalén, donde el Hijo
del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas. Ellos lo
condenarán a muerte
y lo entregarán a los paganos para que sea
maltratado, azotado y crucificado, pero al tercer día resucitará».
Entonces la madre de los hijos de Zebedeo
se acercó a Jesús, junto con sus hijos, y se postró ante él para pedirle algo.
«¿Qué quieres?», le preguntó
Jesús. Ella le dijo: «Manda que mis dos hijos se sienten en tu Reino, uno a tu
derecha y el otro a tu izquierda».
«No saben lo que piden», respondió Jesús. «¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?». «Podemos»,
le respondieron.
«Está bien, les dijo Jesús,
ustedes beberán mi cáliz. En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi
izquierda, no me toca a mí concederlo, sino que esos puestos son para quienes
se los ha destinado mi Padre».
Al oír esto, los otros diez se indignaron
contra los dos hermanos.
Pero Jesús los llamó y
les dijo: «Ustedes saben que los jefes de las naciones dominan sobre ellas y
los poderosos les hacen sentir su autoridad.
Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario,
el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes;
y el que quiera ser el primero que se haga
su esclavo:
como el Hijo del hombre, que no vino para
ser vendido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud».
Cuando salieron de Jericó, mucha gente
siguió a Jesús.
Había dos ciegos sentados al borde del
camino y, al enterarse de que pasaba Jesús, comenzaron a gritar: «¡Señor, Hijo
de David, ten piedad de nosotros!».
La multitud los reprendía para que se
callaran, pero ellos gritaban más: «¡Señor, Hijo de David, ten piedad de
nosotros!».
Jesús se detuvo, los llamó y les preguntó:
«¿Qué quieren que haga por ustedes?».
Ellos le respondieron:
«Señor, que se abran nuestros ojos».
Jesús se compadeció de
ellos y tocó sus ojos. Inmediatamente, recobraron la vista y lo
siguieron.