El primer día de la semana, al amanecer,
las mujeres fueron al sepulcro con los perfumes que habían preparado.
Ellas encontraron removida la piedra del
sepulcro
y entraron, pero no hallaron el cuerpo del
Señor Jesús.
Mientras estaban
desconcertadas a causa de esto, se les aparecieron dos hombres con vestiduras
deslumbrantes.
Como las mujeres, llenas de
temor, no se atrevían a levantar la vista del suelo, ellos les preguntaron: «¿Por
qué buscan entre los muertos al que está vivo?
No está aquí, ha resucitado. Recuerden
lo que él les decía cuando aún estaba en Galilea:
«Es necesario que el Hijo del
Hombre sea entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado y que
resucite al tercer día».
Y las mujeres recordaron sus
palabras.
Cuando regresaron del
sepulcro, refirieron esto a los Once y a todos los demás.
Eran María Magdalena, Juana
y María, la madre de Santiago, y las demás mujeres que las acompañaban. Ellas
contaron todo a los Apóstoles,
pero a ellos les pareció que
deliraban y no les creyeron.
Pedro, sin embargo, se levantó y corrió
hacia el sepulcro, y al asomarse, no vio más que las sábanas. Entonces regresó
lleno de admiración por que había sucedido.
Ese mismo día, dos de los discípulos iban
a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén.
En el camino hablaban sobre lo que había
ocurrido.
Mientras conversaban y discutían, el mismo
Jesús se acercó y siguió caminando con ellos.
Pero algo impedía que sus ojo lo reconocieran.
El les dijo: «¿Qué
comentaban por el camino?». Ellos se detuvieron, con el semblante triste,
y uno de ellos, llamado
Cleofás, le respondió: «¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo
que pasó en estos días!».
«¿Qué cosa?», les preguntó.
Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta
poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo,
y cómo nuestros sumos sacerdotes
y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron.
Nosotros esperábamos que
fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que
sucedieron estas cosas.
Es verdad que algunas
mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada
al sepulcro
y al no hallar el cuerpo de
Jesús, volvieron diciendo que se les había aparecido unos ángeles,
asegurándoles que él está vivo.
Algunos de los nuestros
fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él
no lo vieron».
Jesús les dijo: «¡Hombres
duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas!
¿No será necesario que el Mesías soportara
esos sufrimientos para entrar en su gloria?»
Y comenzando por Moisés y
continuando en todas las Escrituras lo que se refería a él.
Cuando llegaron cerca del pueblo adonde
iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante.
Pero ellos le insistieron: «Quédate con
nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». El entró y se quedó con ellos.
Y estando a la mesa, tomó el pan y
pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio.
Entonces los ojos de los
discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su
vista.
Y se decían: «¿No ardía
acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las
Escrituras?».
En ese mismo momento, se
pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los
Once y a los demás que estaban con ellos,
y estos les dijeron: «Es
verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!».
Ellos, por su parte,
contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al
partir el pan.
Todavía estaban hablando de
esto, cuando Jesús se apareció en medio de ellos y les dijo: «La paz esté con
ustedes».
Atónitos y llenos de temor,
creían ver un espíritu,
pero Jesús les preguntó:
«¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas?
Miren mis manos y mis pies,
soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven
que yo tengo».
Y diciendo esto, les mostró
sus manos y sus pies.
Era tal la alegría y la
admiración de los discípulos, que se resistían a creer. Pero Jesús les
preguntó: «¿Tienen aquí algo para comer?».
Ellos le presentaron un trozo de pescado
asado;
él lo tomó y lo comió delante de todos.
Después les dijo: «Cuando
todavía estaba con ustedes, yo les decía: Es necesario que se cumpla todo lo
que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos».
Entonces les abrió la inteligencia
para que pudieran comprender las Escrituras,
y añadió: «Así esta escrito:
el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día,
y comenzando por Jerusalén,
en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón
de los pecados.
Ustedes son testigos de todo
esto.
Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha
prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza
que viene de lo alto».
Después Jesús los llevó
hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo.
Mientras los bendecía, se separó de ellos
y fue llevado al cielo.
Los discípulos, que se habían postrado
delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría,
y permanecían continuamente en el Templo
alabando a Dios.