Si quieres volver, Israel –oráculo del
Señor– vuélvete a mí. Si apartas tus ídolos abominables, no
tendrás que huir de mi presencia.
Si juras por la vida del
Señor con lealtad, rectitud y justicia, entonces las naciones se bendecirán en
él y en él se gloriarán.
Porque así habla el Señor a
los hombres de Judá y a Jerusalén: Roturen el terreno baldío y no siembren
entre espinas.
Circuncídense para el Señor y
quiten el prepucio de sus corazones, hombres de Judá y habitantes de Jerusalén,
no se que mi furor estalle como un fuego y queme, sin que nadie lo extinga, a
causa de sus malas acciones.
¡Anuncien esto en Judá,
proclámenlo en Jerusalén! ¡Toquen la trompeta en el país, griten a voz en
cuello y digan: Reúnanse y entremos en las ciudades fortificadas!
¡Levanten una seña; hacia el lado de Sión,
busquen un refugio, no se detengan! Porque yo hago venir del Norte una
desgracia y una gran calamidad.
Un león ha subido de su espesura, un
destructor de naciones se ha puesto en marcha, ha salido de su morada, para
reducir tu país a la devastación: tus ciudades serán destruidas y quedarán
despobladas.
A causa de esto, pónganse un cilicio,
laméntense y giman, porque no se ha apartado de nosotros el ardor de la ira del
Señor.
Aquel día –oráculo del Señor– desfallecerá
el corazón del rey y el corazón de los príncipes; los sacerdotes estarán
consternados y quedarán atónitos los profetas.
Yo dije: «¡Ah, Señor, realmente has
engañado a este pueblo y a Jerusalén, diciendo: «Ustedes tendrán paz», y ahora
estamos con la espada a la garganta!».
En aquel tiempo, se dirá a este pueblo y a
Jerusalén: Un viento abrasador, sobre los montes desolados, avanza por el
desierto hacia la hija de mi pueblo, y no es para aventar y desgranar el trigo:
es un viento impetuoso que llega para
servirme. Ahora, yo mismo, voy a pronunciar juicios contra ellos.
¡Ahí sube como las nubes, sus carros son
como el huracán, sus caballos, más veloces que las águilas! ¡Ay de nosotros,
porque somos devastados!
¡Limpia tu corazón de toda maldad, a fin
de ser salvada, Jerusalén! ¿Hasta cuándo se albergarán dentro de ti tus
pensamientos culpables?
Porque una voz anuncia desde Dan, y da la
infausta noticia desde la montaña de Efraím.
Háganselo saber a las naciones,
proclámenlo contra Jerusalén: Llegan invasores de una tierra lejana y lanzan
gritos contra las ciudades de Judá.
Rodean a Jerusalén como los guardianes de
un campo, porque ella se ha rebelado contra mí –oráculo del Señor –
Tu conducta y tus acciones te han
acarreado todo esto. Ahí está tu mal: ¡Qué amargo es! ¡Cómo te llega al
corazón!
¡Mis entrañas, mis entrañas! ¡Me retuerzo
de dolor! ¡Las fibras de mi corazón! ¡Mi corazón se conmueve dentro de mí, no
puedo callarme! Porque oigo el sonido de la trompeta, el clamor del combate.
Se anuncia un desastre tras
otros, porque está devastado todo el país: mis carpas fueron devastadas de
repente, mis pabellones, en un instante.
¿Hasta cuándo tendré que ver
la señal y oír el sonido de la trompeta?
Ciertamente, mi pueblo es
necio, ellos no me conocen; son hijos insensatos, faltos de entendimiento; son
sabios para hacer el mal, pero no saben hacer el bien.
Miro a la tierra, y es un
caos, a los cielos, y ya no tienen su luz.
Miro a las montañas, y ellas
tiemblan, se sacuden todas las colinas.
Miro, y no hay ni un solo
hombre, y han huido todos los pájaros del cielo.
Miro, y el vergel es un
desierto, todas sus ciudades están en ruinas, delante del Señor, delante del
ardor de su ira.
Porque así habla el Señor: Todo el país
será una desolación, pero no consumaré el exterminio.
A causa de esto, el país estará de duelo y
se oscurecerán los cielos en lo alto, porque yo hablé y no me arrepentiré, lo
decidí y no me retractaré.
Al grito de la caballería y los arqueros,
huye todo el país: entran en las espesuras, suben a los peñascos, todas las
ciudades son abandonadas, no queda un solo habitante.
Y tú, ¿qué vas a hacer?
Aunque te vistas de púrpura y te atavíes con adornos de oro, aunque te pintes
los ojos con antimonio, en vano te embellecerás: tus amantes te desprecian, lo
que buscan es quitarte la vida.
Sí, oigo gritos como los
de una parturienta, gemidos como los de una primeriza: es la voz de la hija de
Sión que pierde el aliento, que extiende las manos: «¡Ay, pobre de mí, estoy
exhausta frente a los asesinos!».