Al día siguiente, Holofernes ordenó a
todo su ejército y a toda la tropa de auxiliares que se habían unido a él, que
emprendieran la marcha hacia Betulia, que ocuparan los desfiladeros de la
montaña y atacaran a los israelitas.
Y aquel mismo día, todos sus guerreros
levantaron el campamento. Su ejército se componía de ciento setenta mil
soldados de infantería, y de doce mil jinetes, sin contar los encargados del
equipaje, y los hombres de a pie que los acompañaban: era un inmensa multitud.
Acamparon en el valle cercano a Betulia,
junto a la fuente, y se desplegaron a lo ancho, desde Dotaim hasta Belbaim, y a
lo largo, desde Betulia hasta Ciamón, que está frente a Esdrelón.
Al ver aquella multitud, los israelitas
quedaron despavoridos y se decían unos a otros: «Estos van a arrasar ahora toda
la superficie de la tierra; ni las más altas montañas, ni los barrancos, ni las
colinas podrán soportar su peso».
Entonces cada uno empuñó sus armas de
guerra y montaron guardia toda aquella noche, encendiendo fogatas sobre las
torres.
Al segundo día, Holofernes exhibió toda su
caballería delante de los israelitas que estaban en Betulia;
luego examinó los accesos de
la ciudad; inspeccionó los manantiales y se apoderó de ellos, colocando allí
puestos de guardia. Después volvió a reunirse con sus tropas.
Vinieron entonces a su
encuentro los príncipes de los hijos de Esaú, todos los jefes del pueblo de
Moab y los oficiales del litoral, y le dijeron:
«Si nuestro señor se digna escuchar un
consejo, no habrá bajas en su ejército.
Este pueblo de los
israelitas no confía en sus lanzas, sino en las alturas de las montañas donde
habitan, porque no es fácil escalar las cimas de sus montañas.
Por eso, señor, no entres en
combate con ellos y no caerá ni uno solo de tu pueblo.
Quédate en tu campamento y
reserva a todos los hombres de tu ejército; basta con que tus servidores se
apoderen de la fuente que brota al pie de la montaña,
porque de ella sacan el agua
todos los habitantes de Betulia; así, devorador por la sed, tendrán que
entregar la ciudad. Mientras tanto, nosotros y nuestra gente escalaremos las
cimas de las montañas vecinas y acamparemos allí, para impedir que alguien
salga de la ciudad.
El hambre los consumirá a
ellos, a sus mujeres y a sus niños, y antes que los alcance la espada caerán
tendidos en las calles de la ciudad.
Así les harás pagar bien
caro su rebeldía y el haberse rehusado a salir pacíficamente a tu encuentro».
La propuesta satisfizo a
Holofernes y a todos sus oficiales, y él decidió proceder de esa manera.
Un destacamento de amonitas
partió acompañado de cinco mil asirios. Ellos acamparon en el valle, y se
apoderaron de los depósitos de agua y de los manantiales de los israelitas.
Entre tanto, los edomitas y
los amonitas subieron para acampar en la colina situada frente a Dotaim y
enviaron a algunos de ellos hacia el sur y hacia el este, frente a Egrebel, que
está cerca de Cus, a orillas del torrente Mocmur. El resto del ejército
asirio tomó posiciones en la llanura, cubriendo toda la superficie de la
región. Sus tiendas de campaña y sus equipajes formaban un inmenso campamento,
porque era una enorme multitud.
Al verse rodeados por todos sus enemigos,
los israelitas invocaron al Señor, su Dios, porque se sentían anonadados y sin
posibilidad de romper el cerco.
Todo el ejército asirio –los soldados, los
carros de guerra y los jinetes– mantuvieron el cerco durante treinta y cuatro
días. A todos los habitantes de Betulia se les agotaron las
reservas de agua
y las cisternas comenzaron a
secarse, de manera que nadie podía beber lo indispensable para cada día porque
el agua se les distribuía racionada.
Los niños languidecían, y
las mujeres y los jóvenes desfallecían de sed y caían exhaustos en las plazas
de la ciudad y en los umbrales de las puertas.
Todo el pueblo, los jóvenes,
las mujeres y los niños se amotinaron contra Ozías y contra los jefes de la
ciudad, y clamaban a gritos, diciendo a los ancianos:
«Que Dios sea el juez entre
nosotros y ustedes, por la gran injusticia que cometen contra nosotros al no
entrar en negociaciones de paz con los asirios.
Ya no hay nadie que pueda
auxiliarnos, porque Dios nos ha puesto en manos de esa gente para que
desfallezcamos de sed ante sus ojos y seamos totalmente destruidos.
Llámenlos ahora mismo y entreguen la
ciudad como botín a Holofernes y a todo su ejército,
porque es preferible que seamos sus
prisioneros: así seremos esclavos, pero salvaremos nuestra vida y no tendremos
que contemplar con nuestros propios ojos la muerte de nuestros pequeños, y no
veremos a nuestras mujeres y a nuestros hijos exhalar el último suspiro.
Los conjuramos por el cielo y por la
tierra, y también por nuestro Dios y Señor de nuestros padres, que nos castiga
por nuestros pecados y por las transgresiones de nuestros antepasados; hagan
hoy mismo lo que les decimos».
Y toda la asamblea prorrumpió en un amargo
llanto, implorando a grandes voces al Señor Dios.
Pero Ozías les dijo: «Animo, hermanos,
resistamos cinco días más. En el transcurso de ellos, el Señor, nuestro Dios,
volverá a tener misericordia de nosotros, porque no nos abandonará hasta el
fin.
Si transcurridos estos días, no nos llega
ningún auxilio, entonces obraré como ustedes dicen».
Luego disolvió a la multitud para que
cada uno regresara a su puesto: los hombres se dirigieron a los muros y a las
torres de la ciudad, pero a las mujeres y a los niños los envió a sus casas.
Mientras tanto, la ciudad quedó sumida en una profunda consternación.