Los israelitas que
habitaban en Judea se enteraron de la manera como Holofernes, general en jefe
de Nabucodonosor, rey de los asirios, había tratado a aquellos pueblos y cómo
había devastado sus santuarios, entregándolos luego a la destrucción.
Un pánico indescriptible
cundió entre ellos ante la presencia de Holofernes y temblaron por la suerte de
Jerusalén y la del Templo del Señor, su Dios.
Hacía poco tiempo, en efecto,
que ellos habían vuelto del cautiverio, y sólo recientemente se había
congregado todo el pueblo de Judea y habían sido consagrados los objetos de
culto, el altar y el Templo, antes profanados.
Entonces alertaron a toda la
región de Samaría, a Coná, a Bet Jorón, a Belmain, a Jericó, a Jobá, a Esorá y
al valle de Salem.
Luego ocuparon
apresuradamente las cimas de las montañas más elevadas, fortificaron las aldeas
situadas en ellas y se abastecieron de víveres en previsión de una guerra, ya
que hacía poco que había terminado la cosecha de sus campos.
Joaquím, el sumo sacerdote
que entonces residía en Jerusalén, escribió a los habitantes de Betulia y de
Betomestaim, que están frente a Esdrelón, ante la llanura contigua a Dotaim,
para decirles que ocuparan
las subidas de la montaña, porque eran el único camino de acceso a la Judea.
Les advertía, además, que sería fácil detener a los invasores, ya que lo
angosto del desfiladero no permitía el paso de más de dos hombres a la vez.
Los israelitas cumplieron
todo lo que les había ordenado el sumo sacerdote Joaquím y el consejo de los
ancianos del pueblo de Israel, que residían en Jerusalén.
Todos los hombres de Israel
clamaron insistentemente a Dios y observaron un riguroso ayuno.
Ellos con sus mujeres y sus
hijos, su ganado, y todos los que residían con ellos, sus mercenarios y
esclavos, se vistieron con sayales.
Y todos los israelitas que
habitaban en Jerusalén, hombres, mujeres y niños, se postraron ante el Templo,
cubrieron de ceniza sus cabezas y extendieron sus sayales ante la presencia del
Señor. Cubrieron el altar con un sayal
y clamaron ardientemente
todos juntos al Dios de Israel, a fin de que no permitiera que sus hijos fueran
entregados al pillaje, sus mujeres deportadas, las ciudades de su herencia
destruidas y el Santuario execrado y escarnecido, para satisfacción de los
paganos.
El Señor escuchó sus
plegarias y miró su aflicción. Entretanto, el pueblo, en toda la Judea y en
Jerusalén, siguió ayunando durante largo tiempo, ante el Santuario del Señor
todopoderoso.
El sumo sacerdote Joaquím y
todos los que prestaban servicio ante el Señor, sacerdotes y ministros del
Señor, vestidos con sayales, ofrecían el holocausto perpetuo, las oblaciones
votivas y los dones voluntarios del pueblo;
y, con los turbantes cubiertos de
ceniza, imploraban al Señor con todas sus fuerzas, para que visitara
favorablemente a toda la casa de Israel.