¡Baja y siéntate en el polvo, virgen, hija
de Babilonia! ¡Siéntate en el suelo, sin trono, hija de los caldeos! Porque ya
no volverán a llamarte «Delicada» y «Refinada».
¡Toma el mortero y muele la harina; quítate
el velo, levántate el vestido, descúbrete el muslo, cruza los ríos!
¡Que se descubra tu desnudez
y que se vea tu ignominia! Yo me vengaré y nadie se me opondrá,
dice nuestro redentor: su
nombre es Señor de los ejércitos, el Santo de Israel.
¡Siéntate en silencio y entra
en las tinieblas, hija de los caldeos! Porque ya no volverán a llamarte
«Soberana de los reinos».
Yo estaba irritado contra mi pueblo profané
mi herencia, y los entregué en tus manos. Tú no les tuviste compasión: hasta al
anciano lo abrumaste con el peso de tu yugo.
Tú decías: «Seré siempre soberana, a lo
largo de los siglos». Pero no te preocupabas por esto, no tenías presente el
futuro.
Y ahora, escucha esto, voluptuosa, tú, que
reinas confiada y dices en tu corazón: «¡Yo, y nadie más que yo! ¡Nunca me
quedaré viuda ni me veré privada de hijos!».
Estas dos cosas te sobrevendrán, de
repente, en un solo día: la privación de tus hijos y la viudez vendrán sobre ti
con todo su rigor, pese a tus muchos sortilegios y al cúmulo de tus
encantamientos.
Tú te fiabas de tu maldad,
pensando: «Nadie me ve». Tu sabiduría y tu ciencia te hicieron perder la
cabeza, mientras decías en tu corazón: «¡Yo, y nadie más que yo!».
Pero te va a suceder una desgracia, que no
sabrás conjurar; va a caer sobre ti un desastre que no podrás aplacar, te va a
sobrevenir de improviso una catástrofe que no imaginabas.
Persiste en tus
encantamientos y en tus muchos sortilegios, por los que has bregado desde tu
juventud: ¡tal vez puedan servirte de algo, tal vez logres infundir terror!
¡Te has cansado de
recibir consejos! ¡Que se presenten y te salven los que investigan el
cielo, los que observan las estrellas, los que pronostican cada luna nueva lo
que te va a suceder!
Pero ellos serán como paja: el fuego los
quemará; no podrán librarse a sí mismos del poder de las llamas; no serán
brasas para dar calor ni fuego para sentarse ante él.
Eso son para ti tus adivinos, por los que
has bregado desde tu juventud: ellos andan errantes, cada uno por su lado, no
hay nadie que pueda salvarte.