Por eso, dejando a un lado la
enseñanza elemental sobre Cristo, vayamos a lo más perfecto, sin volver otra
vez sobre las verdades fundamentales, como el arrepentimiento por las obras que
llevan a la muerte y la fe en Dios.
la instrucción sobre los
bautismos y la imposición de las manos, la resurrección de los muertos y el
juicio eterno.
Esto es lo que vamos a hacer, si Dios lo
permite.
Porque a los que una vez
fueron iluminados y gustaron el don celestial, a los que participaron del
Espíritu Santo
y saborearon la buena Palabra
de Dios y las maravillas del mundo venidero,
y a pesar de todo recayeron,
es imposible renovarlos otra vez elevándolos a la conversión, ya que ellos por
su cuenta vuelven a crucificar al Hijo de Dios y lo exponen a la burla de
todos.
Cuando la tierra es regada
por abundantes lluvias y produce una buena vegetación para los que la cultivan,
recibe de Dios su parte de bendición.
Pero si no produce más que espinas y
abrojos, no tiene ningún valor, su maldición está próxima y terminará por ser
quemada.
Queridos hermanos, aunque nos
hayamos expresado de este modo, estamos convencidos de que ustedes se
encuentran en la condición mejor, la que conduce a la salvación.
Porque Dios no es injusto
para olvidarse de lo que ustedes han hecho y del amor que tienen por su Nombre,
ese amor demostrado en el servicio que han prestado y siguen prestando a los
santos.
Solamente deseamos que cada uno muestre
siempre el mismo celo para asegurar el cumplimento de su esperanza.
Así, en lugar de dejarse
estar perezosamente, imitarán el ejemplo de aquellos que por la fe y la
paciencia heredan las promesas.
Porque cuando Dios hizo la
promesa a Abraham, como no podía jurar por alguien mayor que él, juró por sí
mismo,
diciendo: Sí, yo te colmaré de bendiciones
y te daré una descendencia numerosa.
Y por su paciencia, Abraham vio la
realización de esta promesa.
Los hombres acostumbran a jurar por algo
más grande que ellos, y lo que se confirma con un juramento queda fuera de toda
discusión.
Por eso Dios, queriendo dar a los
herederos de la promesa una prueba más clara de que su decisión era
irrevocable, la garantizó con un juramento.
De esa manera, hay dos
realidades irrevocables –la promesa y el juramento– en las que Dios no puede
engañarnos. Y gracias a ellas, nosotros, los que acudimos a él, nos sentimos
poderosamente estimulados a aferrarnos a la esperanza que se nos ofrece.
Esta esperanza que nosotros tenemos, es
como un ancla del alma, sólida y firme, que penetra más allá del velo,
allí mismo donde Jesús entró por nosotros,
como precursor, convertido en Sumo Sacerdote para siempre, según el orden de
Melquisedec.