Pablo, Apóstol –no de parte
de hombres ni por la mediación de un hombre, sino por Jesucristo y por Dios
Padre que lo resucitó de entre los muertos–
y todos los hermanos que
están conmigo, saludamos a las Iglesias de Galacia.
Llegue a ustedes la gracia y
la paz que proceden de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo,
que se entregó por nuestros
pecados para librarnos de este mundo perverso, conforme a la voluntad de Dios,
nuestro Padre,
a quien sea la gloria para siempre. Amén.
Me sorprende que ustedes abandonen tan
pronto al que los llamó por la gracia de Cristo, para seguir otro evangelio.
No es que haya otro, sino que hay gente que
los está perturbando y quiere alterar el Evangelio de Cristo.
Pero si nosotros mismos o un ángel del
cielo les anuncia un evangelio distinto del que les hemos anunciado, ¡que sea
expulsado!
Ya se lo dijimos antes, y ahora les vuelvo
a repetir: el que les predique un evangelio distinto del que ustedes han
recibido, ¡que sea expulsado!
¿Acaso yo busco la aprobación de los
hombres o la de Dios? ¿Piensan que quiero congraciarme con los hombres? Si
quisiera quedar bien con los hombres, no sería servidor de Cristo.
Quiero que sepan, hermanos,
que la Buena Noticia que les prediqué no es cosa de los hombres, porque
yo no la recibí ni aprendí
de ningún hombre, sino por revelación de Jesucristo.
Seguramente ustedes oyeron
hablar de mi conducta anterior en el Judaísmo: cómo perseguía con furor a la
Iglesia de Dios y la arrasaba,
y cómo aventajaba en el
Judaísmo a muchos compatriotas de mi edad, en mi exceso de celo por las
tradiciones paternas.
Pero cuando Dios, que me eligió desde el
seno de mi madre y me llamó por medio de su gracia, se complació
en revelarme a su Hijo, para que yo lo
anunciara entre los paganos, de inmediato, sin consultar a ningún hombre
y sin subir a Jerusalén para
ver a los que eran Apóstoles antes que yo, me fui a Arabia y después regresé a
Damasco.
Tres años más tarde, fui
desde allí a Jerusalén para visitar a Pedro, y estuve con él quince días.
No vi a ningún otro Apóstol, sino
solamente a Santiago, el hermano del Señor.
En esto que les escribo,
Dios es testigo de que no miento.
Después pasé a las regiones
de Siria y Cilicia.
Las Iglesias de Judea y que
creen en Cristo no me conocían personalmente,
sino sólo por lo que habían
oído decir de mí: «El que en otro tiempo nos perseguía, ahora anuncia la fe que
antes quería destruir».