El Señor dijo a Moisés: «Voy a enviar
contra el Faraón y contra Egipto una sola calamidad más, y después él los
dejará partir de aquí. Más aún, cuando los haga partir, los echará de aquí
definitivamente.
Mientras tanto, ordena al pueblo que cada
hombre pida a su vecino, y cada mujer a su vecina, objetos de plata y oro».
El Señor, por su parte, hizo que el pueblo
se ganara el favor de los egipcios, y el mismo Moisés llegó a gozar de gran
prestigio en Egipto, tanto entre los servidores del Faraón como entre el
pueblo.
Moisés dijo: «Así habla el Señor: «Hacia la
medianoche, yo saldré a recorrer Egipto,
y morirán todos tus hijos primogénitos,
desde el primogénito del Faraón, el que debe sucederle en el trono, hasta el
primogénito de la esclava que maneja la máquina de moler, y todos los
primogénitos del ganado.
Entonces resonará en todo Egipto un alarido
inmenso, como nunca lo hubo ni lo habrá jamás.
Pero contra los israelitas –ya sean hombres
o animales– ni siquiera ladrará un perro, para que ustedes sepan que el Señor
hace una distinción entre Israel y Egipto».
Luego vendrán todos tus servidores a
inclinarse ante mí, y me dirán: «¡Váyanse, tú y el pueblo que está bajo tus
órdenes!». Después me iré». Y lleno de indignación, Moisés se
alejó de la presencia del Faraón.
Luego el Señor dijo a Moisés:
«El Faraón no los escuchará, para que se multipliquen mis prodigios en el país
de Egipto.
Moisés y Aarón realizaron
todos estos prodigios delante del Faraón; pero el Señor le había endurecido el
corazón, y él no dejó partir de su país a los israelitas.