Una vez terminado todo
esto, se me presentaron los jefes para decirme: «El pueblo de Israel, los
sacerdotes y los levitas no se han separado de la gente del país, que practica
cosas abominables: los cananeos, los hititas, los perizitas, los jebuseos, los
amonitas, los moabitas, los egipcios y los amorreos.
Al contrario, se casaron y casaron a sus
hijos con mujeres de esos pueblos, y así la raza santa se ha mezclado con la
gente del país. ¡Los jefes y los magistrados fueron los primeros
en participar de esta traición!».
Al oír esto, yo desgarré mi
túnica y mi manto, me arranqué los pelos de la cabeza y de la barba, y me senté
lleno de consternación.
A causa de esta traición de
los deportados, todos los que temían las palabras del Dios de Israel se
reunieron junto a mí. Yo permanecí sentado y lleno de consternación, hasta la
hora de la ofrenda de la tarde.
Entonces me levanté, y con la
túnica y el manto desgarrados, caí de rodillas, extendía las manos hacia el
Señor, mi Dios,
y dije: «Dios mío, estoy tan avergonzado y
confundido que no me atrevo a levantar mi rostro hacia ti. Porque nuestras
iniquidades se han multiplicado hasta cubrirnos por completo, y nuestra culpa
ha subido hasta el cielo.
Desde los días de nuestros padres hasta
hoy, nos hemos hecho muy culpables, y a causa de nuestras iniquidades,
nosotros, nuestros reyes y nuestros sacerdotes, fuimos entregados a los reyes
extranjeros, a la espada, al cautiverio, al saqueo y a la vergüenza, como nos
sucede en el día de hoy.
Pero ahora, hace muy poco tiempo, el Señor,
nuestro Dios, nos ha concedido la gracia de dejarnos un resto de sobrevivientes
y de darnos un refugio en su Lugar santo. Así nuestro Dios ha iluminado
nuestros ojos y nos ha dado un respiro en medio de nuestra esclavitud.
Porque nosotros estamos sometidos; pero
nuestro Dios no nos ha abandonado en medio de la servidumbre. El
nos obtuvo el favor de los reyes de Persia, para animarnos a levantar la Casa
de nuestro Dios y restaurar sus ruinas, y ara darnos una muralla en Judá y en
Jerusalén.
Y ahora, Dios nuestro, ¿qué
más podemos decir? Porque hemos abandonado tus mandamientos,
los que nos habías dado por
medio de tus servidores los profetas, diciendo: «La tierra en la que entrarán
para tomar posesión de ella es una tierra manchada por gente del país, por las
abominaciones con que la han llenado de un extremo al otro a causa de su
impureza.
Por eso, no entreguen sus
hijas a los hijos de ellos ni casen a sus hijos con las hijas de esa gente. No
busquen nunca su paz ni su bienestar. Así ustedes llegarán a ser fuertes,
comerán los mejores frutos de la tierra, y la dejarán en herencia a sus hijos
para siempre».
Después de todo lo que nos
ha sucedido por nuestras malas acciones y nuestra gran culpa –aunque tú, Dios
nuestro, no has tenido en cuenta todo el alcance de nuestra iniquidad y nos has
dejado estos sobrevivientes –
¿cómo es posible que
volvamos a violar tus mandamientos y a emparentarnos con esta gente abominable?
¿No te irritarías hasta destruirnos, sin dejar ni un resto con vida?
Señor, Dios de Israel, porque tú eres
justo, hemos sobrevivido como un resto. ¡Aquí estamos en tu
presencia con nuestras culpas, a pesar de que en estas condiciones nadie puede
comparecer delante de ti».