Después vi un cielo nuevo y una tierra
nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya
no existe más.
Vi la Ciudad santa, la nueva Jerusalén, que
descendía del cielo y venía de Dios, embellecida como una novia preparada para
recibir a su esposo.
Y oí una voz potente que decía desde el
trono: «Esta es la morada de Dios entre los hombres: él habitará con ellos,
ellos serán su pueblo, y el mismo Dios estará con ellos.
El secará todas sus lágrimas, y no habrá
más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó».
Y el que estaba sentado en el
trono dijo: «Yo hago nuevas todas las cosas». Y agregó: «Escribe que estas
palabras son verdaderas y dignas de crédito.
¡Ya está! Yo soy el Alfa y la Omega, el
Principio y el Fin. Al que tiene sed, yo le daré de beber gratuitamente de la
fuente del agua de la vida.
El vencedor heredará estas cosas, y yo seré
su Dios y él será mi hijo.
Pero los cobardes, los incrédulos, los
depravados, los asesinos, los lujuriosos, los hechiceros, los idólatras y todos
los falsos, tendrán su herencia en el estanque de azufre ardiente, que es la
segunda muerte».
Luego se acercó uno de los siete Angeles
que tenían las siete copas llenas de las siete últimas plagas, y me dijo: «Ven
que te mostraré a la novia, a la esposa del Cordero».
Me llevó en espíritu a una montaña de
enorme altura, y me mostró la Ciudad santa, Jerusalén, que descendía del cielo
y venía de Dios.
La gloria de Dios estaba en ella y
resplandecía como la más preciosa de las perlas, como una piedra de jaspe
cristalino.
Estaba rodeada por una
muralla de gran altura que tenía doce puertas: sobre ellas había doce ángeles y
estaban escritos los nombres de las doce tribus de Israel.
Tres puertas miraban al
este, otras tres al norte, tres al sur, y tres al oeste.
La muralla de la Ciudad se
asentaba sobre doce cimientos, y cada uno de ellos tenía el nombre de uno de
los doce Apóstoles del Cordero.
El que me estaba hablando tenía una vara
de oro para medir la Ciudad, sus puertos y su muralla.
La Ciudad era cuadrangular: tenía la misma
medida de largo que de ancho. Con la vara midió la Ciudad: tenía dos mil
doscientos kilómetros de largo, de ancho y de alto.
Luego midió la muralla: tenía setenta y
dos metros, según la medida humana que utilizaba el Angel.
La muralla había sido construida con
jaspe, y la Ciudad con oro puro, semejante al cristal purificado.
Los cimientos de la muralla estaban
adornados con toda clase de piedras preciosas: el primer cimiento era de jaspe,
el segundo de zafiro, el tercero de ágata, el cuarto de esmeralda,
el quinto de ónix, el sexto de cornalina,
el séptimo de crisólito, el octavo de berilo, el noveno de topacio, el décimo
de crisoprasa, el undécimo de jacinto y el duodécimo de amatista.
Las doce puertas eran doce perlas y cada
puerta estaba hecha con una perla enteriza. La plaza de la Ciudad era de oro
puro, transparente como el cristal.
No vi ningún templo en la Ciudad, porque
su Templo es el Señor Dios todopoderoso y el Cordero.
Y la Ciudad no necesita la luz del sol ni
de la luna, ya que la gloria de Dios la ilumina, y su lámpara es el Cordero.
Las naciones caminarán a su
luz y los reyes de la tierra le ofrecerán sus tesoros.
Sus puertas no se cerrarán
durante el día y no existirá la noche en ella.
Se le entregará la riqueza y
el esplendor de las naciones.
Nada impuro podrá entrar
en ella, ni tampoco entrarán los que haya practicado la abominación y el
engaño. Unicamente podrán entrar los que estén inscritos en el Libro de la Vida
del Cordero.