En mi primer Libro, querido Teófilo, me
referí a todo lo que hizo y enseñó Jesús, desde el comienzo,
hasta el día en que subió al cielo, después
de haber dado, por medio del Espíritu Santo, sus últimas instrucciones a los
Apóstoles que había elegido.
Después de su Pasión, Jesús
se manifestó a ellos dándoles numerosas pruebas de que vivía, y durante
cuarenta días se le apareció y les habló del Reino de Dios.
En una ocasión, mientras
estaba comiendo con ellos, les recomendó que no se alejaran de Jerusalén y
esperaran la promesa del Padre: «La promesa, les dijo, que yo les he anunciado.
Porque Juan bautizó con agua,
pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo, dentro de pocos días».
Los que estaban reunidos le preguntaron:
«Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?».
El les respondió: «No les corresponde a
ustedes conocer el tiempo y el momento que el Padre ha establecido con su
propia autoridad.
Pero recibirán la fuerza del
Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén,
en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra».
Dicho esto, los Apóstoles lo vieron
elevarse, y una nube lo ocultó de la vista de ellos.
Como permanecían con la mirada puesta en
el cielo mientras Jesús subía, se les aparecieron dos hombres vestidos de
blanco,
que les dijeron: «Hombres de
Galilea, ¿por qué siguen mirando al cielo? Este Jesús que les ha sido
quitado y fue elevado al cielo, vendrá de la misma manera que lo han visto
partir».
Los Apóstoles regresaron
entonces del monte de los Olivos a Jerusalén: la distancia entre ambos sitios
es la que está permitida recorrer en día sábado.
Cuando llegaron a la ciudad, subieron a la
sala donde solían reunirse. Eran Pedro, Juan, Santiago, Andrés, Felipe y Tomás,
Bartolomé, Mateo, Santiago, hijo de Alfeo, Simón el Zelote y Judas, hijo de
Santiago.
Todos ellos, íntimamente
unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas mujeres, de María, la
madre de Jesús, y de sus hermanos.
Uno de esos días, Pedro se
puso de pie en medio de los hermanos –los que estaban reunidos eran alrededor
de ciento veinte personas– y dijo:
«Hermanos, era necesario que
se cumpliera la Escritura en la que el Espíritu Santo, por boca de David, habla
de Judas, que fue el jefe de los que apresaron a Jesús.
El era uno de los nuestros y había
recibido su parte en nuestro ministerio.
Pero después de haber comprado un campo
con el precio de su crimen, cayó de cabeza, y su cuerpo se abrió, dispersándose
sus entrañas.
El hecho fue tan conocido por todos los
habitantes de Jerusalén, que ese campo fue llamado en su idioma Hacéldama, que
quiere decir: «Campo de sangre».
En el libro de los Salmos
está escrito: Que su casa quede desierta y nadie la habite. Y más
adelante: Que otro ocupe su cargo.
Es necesario que uno de los que han estado
en nuestra compañía durante todo el tiempo que el Señor Jesús permaneció con
nosotros,
desde el bautismo de Juan hasta el día de
la ascensión, sea constituido junto con nosotros testigo de su resurrección».
Se propusieron dos: José,
llamado Barsabás, de sobrenombre el Justo, y Matías.
Y oraron así: «Señor, tú que
conoces los corazones de todos, muéstranos a cuál de los dos elegiste
para desempeñar el ministerio del
apostolado, dejado por Judas al irse al lugar que le correspondía».
Echaron suertes, y la
elección cayó sobre Matías, que fue agregado a los once Apóstoles.