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El Antiguo Testamento
SEGUNDO LIBRO DE LOS MACABEOS
Capítulo 12
Concluidas las negociaciones, Lisias
volvió adonde estaba el rey, mientras los judíos se dedicaban a los trabajos
del campo.
Pero algunos de los gobernadores locales,
Timoteo y Apolonio, hijo de Geneo, además de Jerónimo y Demofón, y también
Nicanor, jefe de los chipriotas, no los dejaban vivir tranquilos ni disfrutar
de la paz.
Algunos habitantes de Jope,
por su parte, perpetraron un enorme crimen. En efecto, invitaron a los judíos
que vivían con ellos a subir con sus mujeres e hijos a unas embarcaciones que
habían equipado, disimulando las malas intenciones que tenían contra ellos.
Como se trataba de una
decisión unánime de toda la ciudad, los judíos aceptaron la invitación, porque
deseaban vivir en paz y no tenían ninguna sospecha. Pero una vez que estuvieron
en alta mar, los tiraron al agua: así murieron alrededor de doscientos.
Cuando Judas se enteró de la
crueldad cometida contra los compatriotas, hizo saber a sus hombres lo que
había pasado
y, después de invocar a Dios,
el justo Juez, se dirigió contra los asesinos de sus hermanos; incendió el
puerto durante la noche, prendió fuego a las embarcaciones e hizo perecer a los
que se habían refugiado allí.
Como las puertas de la ciudad
estaban cerradas, se retiró con la intención de volver y exterminar por completo
la población de Jope.
Informado, entre tanto, de
que los de Iamnia maquinaban hacer algo parecido con los judíos que vivían
allí,
atacó también durante la
noche a los iamnitas e incendió el puerto y la flota, de manera que el
resplandor de las llamas se vio incluso en Jerusalén, a una distancia de casi
cincuenta kilómetros.
Cuando estaba a dos kilómetros de allí, en
una expedición contra Timoteo, lo atacaron unos árabes: eran no menos de cinco
mil de a pie y quinientos jinetes.
Se entabló una lucha
encarnizada, y las tropas de Judas obtuvieron la victoria, gracias al auxilio
de Dios. Los nómadas, derrotados, pidieron la paz a Judas, comprometiéndose a
darles ganado y a ayudarlos en lo sucesivo.
Judas, comprendiendo que
podrían prestarle muchos servicios, accedió a hacer la paz con ellos y, después
de estrecharse la mano, los árabes regresaron a sus campamentos.
Luego atacó a una ciudad
fortificada con terraplenes, rodeada de murallas y habitada por gente de
diversas nacionalidades, que se llamaba Caspín.
Los sitiados, confiando en
la solidez de las murallas y en la reserva de víveres, trataban despectivamente
a los hombres de Judas, insultándolos y profiriendo blasfemias y maldiciones.
Judas y sus compañeros
–después de invocar al supremo Señor del universo que, sin arietes ni máquinas
de guerra, derribó a Jericó en tiempos de Josué– asaltaron ferozmente la
muralla.
Y apoderándose de la ciudad, por la
voluntad de Dios, realizaron una matanza indescriptible, hasta tal punto que el
lago vecino, de quince metros de ancho, parecía colmado con la sangre que lo
había inundado.
Luego se alejaron de allí ciento cincuenta
kilómetros y llegaron a Járaca, donde vivían los judíos llamados tubienos.
Pero no encontraron a Timoteo por aquellas
regiones, porque en vista de que no conseguía nada, se había retirado de allí,
no sin antes dejar en cierto lugar una guarnición bastante fuerte.
Dositeo y Sosípatro, capitanes de Macabeo,
avanzaron contra la fortaleza y mataron a los hombres que Timoteo había dejado
en ella: eran más de diez mil.
Luego el Macabeo distribuyó su ejército en
batallones; puso al frente a aquellos dos capitales y se dirigió contra
Timoteo, que había reunido ciento veinte mil soldados y dos mil quinientos
jinetes.
Al enterarse de que se acercaba Judas,
Timoteo mandó que las mujeres y los niños, junto con el resto del equipaje, se
adelantaran hasta la fortaleza llamada Carnión, que era inexpugnable y de
difícil acceso, por lo accidentado del terreno.
Apenas apareció el primer
batallón de Judas, el pánico y el terror se apoderaron de los enemigos, porque
se manifestó ante ellos Aquel que todo lo ve. Entonces huyeron en todas
direcciones, de manera que muchas veces se herían unos a otros y se atravesaban
entre ellos mismos con sus espadas.
Judas los perseguía
implacablemente, acribillando a aquellos impíos, y así llegó a matar a unos
treinta mil.
Timoteo, que cayó en manos
de los hombres de Dositeo y Sosípatro, les pidió con mucha habilidad que lo
dejaran en libertad, porque los padres y hermanos de muchos de ellos estaban en
su poder y corrían el riesgo de ser ejecutados.
Cuando les aseguró con toda
clase de argumentos que los devolvería sanos y salvos, lo pusieron en libertad,
para salvar a sus hermanos.
Después, Judas marchó contra
Carnión y contra el templo de Atargatis y mató a veinticinco mil personas.
Una vez derrotados y
destruidos estos enemigos, Judas emprendió una campaña contra la plaza fuerte
de Efrón, donde se había establecido Lisias con gente de todas partes. Jóvenes
vigorosos apostados delante de las murallas combatían con vigor, y en el
interior había muchas reservas de máquinas de guerra y proyectiles.
Después de invocar al
Soberano que aplasta con su poder las fuerzas de los enemigos, los judíos se
apoderaron de la ciudad y mataron allí a unas veinticinco mil personas.
Partiendo de allí, avanzaron
contra Escitópolis, que dista de Jerusalén unos ciento diez kilómetros.
Pero los judíos que vivían
allí les atestiguaron que los habitantes de la ciudad los habían tratado con
benevolencia y les habían brindado una buena acogida en momentos de adversidad.
Entonces Judas y sus
compañeros les dieron las gracias y los exhortaron a seguir siendo deferentes
con sus compatriotas. Luego regresaron a Jerusalén, porque se acercaba la
fiesta de las Semanas.
Pasada la fiesta llamada de
Pentecostés, se dirigieron contra Gorgias, gobernador de Idumea.
Este salió a atacarlos con
tres mil soldados y cuatrocientos jinetes,
y cayeron en el combate
algunos judíos.
Un tal Dositeo, valeroso
jinete de las tropas de Bacenor, se apoderó de Gorgias y, tirándole de la capa,
lo arrastraba con fuerza a fin de capturar vivo a aquel infame. Pero un
jinete tracio se abalanzó sobre Dositeo y lo hirió por la espalda, y así
Gorgias pudo huir hacia Marisa.
Como los hombres de Esdrín estaban
extenuados por haber combatido durante mucho tiempo, Judas rogó al Señor que se
manifestara como su aliado y su guía en el combate.
Y entonando en la lengua de
sus padres un himno de guerra, cayó sorpresivamente sobre los hombres de
Gorgias y los derrotó.
Luego Judas reunió al
ejército y se dirigió hacia la ciudad de Odolam. Como estaba ya próximo el
séptimo día de la semana, se purificaron con los ritos de costumbre y
celebraron el sábado en aquel lugar.
Los hombres de Judas fueron
al día siguiente –dado que el tiempo urgía– a recoger los cadáveres de los
caídos para sepultarlos con sus parientes, en los sepulcros familiares.
Entonces encontraron debajo
de las túnicas de cada uno de los muertos objetos consagrados a los ídolos de
Iamnia, que la Ley prohíbe tener a los judíos. Así se puso en evidencia
para todos que esa era la causa por la que habían caído.
Todos bendijeron el proceder del Señor, el
justo Juez, que pone de manifiesto las cosas ocultas,
e hicieron rogativas pidiendo que el
pecado cometido quedara completamente borrado. El noble Judas exhortó a la
multitud a que se abstuvieran del pecado, ya que ellos habían visto con sus
propios ojos lo que había sucedido a los caídos en el combate a causa de su
pecado.
Y después de haber
recolectado entre sus hombres unas dos mil dracmas, las envió a Jerusalén para
que se ofreciera un sacrificio por el pecado. El realizó este hermoso y
noble gesto con el pensamiento puesto en la resurrección,
porque si no hubiera esperado que los
caídos en la batalla iban a resucitar, habría sido inútil y superfluo orar por
los difuntos.
Además, él tenía presente la magnífica
recompensa que está reservada a los que mueren piadosamente, y este es un
pensamiento santo y piadoso. Por eso, mandó ofrecer el sacrificio
de expiación por los muertos, para que fueran librados de sus pecados.