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El Antiguo Testamento
SEGUNDO LIBRO DE LOS MACABEOS
Capítulo 10
Macabeo y sus partidarios, guiados por el
Señor, recuperaron el Templo y la Ciudad,
derribaron los altares erigidos por los
extranjeros en la vía pública y también los recintos sagrados.
Una vez purificado el Templo, construyeron
otro altar. Luego, sacando fuego del pedernal, ofrecieron un sacrificio,
después de dos años de interrupción, y renovaron el incienso, las lámparas y
los panes de la ofrenda.
Hecho esto, postrados profundamente,
suplicaron al Señor que nunca más los dejara caer en semejantes desgracias, y
si alguna vez volvían a pecar, los corrigiera él mismo con bondad, en lugar de
entregarlos a los paganos blasfemos y crueles.
El mismo día en que el Templo había sido
profanado por los extranjeros –es decir, el veinticinco del mes de Quisleu–
tuvo lugar la purificación del Templo.
Todos la celebraron con alegría, durante
ocho días, como se celebra la fiesta de las Chozas, recordando que poco tiempo
antes habían tenido que pasar esa firma fiesta en las montañas y las cavernas,
igual que las fieras.
Por eso, llevando en la mano tirsos, ramas
verdes y palmas, elevaban himnos a Aquel que había llevado a término la
purificación de su Lugar santo.
Y por una resolución votada públicamente,
ordenaron que toda la nación de los judíos celebrara cada año esta misma
fiesta.
Tales fueron las
circunstancias de la muerte de Antíoco, llamado Epífanes.
Ahora vamos a exponer los
hechos concernientes a Antíoco Eupátor, hijo de aquel impío, relatando
sucintamente los males que acompañan a las guerras.
Este, después que heredó el
trono, puso al frente de los asuntos de Estado a un tal Lisias, nombrándolo
además gobernador supremo de Celesiria y Fenicia.
A todo esto, Tolomeo, llamado Macrón, que
fue el primero en tratar con justicia a los judíos, reparando así las
injusticias cometidas, procuraba resolver pacíficamente los asuntos referentes
a ellos.
A causa de esto, fue acusado ante Eupátor
por los Amigos del rey, y a cada momento oía que lo llamaban traidor por haber
abandonado Chipre, cuyo gobierno le había confiado Filométor, para pasarse a
Antíoco Epífanes. Y al no poder desempeñar con honor tan alto cargo, se quitó
la vida, envenenándose.
Gorgias, nombrado jefe militar de la
región, mantenía un ejército de mercenarios y no perdía la ocasión de hostigar
a los judíos.
Al mismo tiempo que él, los
idumeos, que dominaban importantes fortificaciones, hostilizaban a los judíos,
y trataban de fomentar la guerra, acogiendo a los fugitivos de Jerusalén.
Los partidarios del Macabeo,
después de celebrar una rogativa y de pedir a Dios que luchara en favor de
ellos, se lanzaron contra las fortificaciones de los idumeos.
Los atacaron resueltamente y
se apoderaron de las fortalezas, haciendo retroceder a todos los que combatían
en las murallas y degollando a cuantos caían en sus manos. Así mataron
por lo menos a veinte mil.
En dos torres muy bien fortificadas y
abastecidas de todo lo necesario para resistir el asedio, se habían refugiado
no menos de nueve mil hombres.
El Macabeo dejó entonces a Simón y a José,
junto con Zaqueo y muchos otros –en número suficiente para asediarlos– y él
partió para otros lugares donde era más necesaria su presencia.
Pero los hombres de Simón,
dominados por la codicia, se dejaron sobornar por algunos de los que estaban en
las torres y, a cambio de setenta mil dracmas, dejaron escapar a unos cuantos.
Cuando el Macabeo se enteró
de lo sucedido, reunió a los jefes del pueblo y acusó a aquellos hombres de
haber vendido por dinero a sus hermanos, dejando en libertad a sus propios
enemigos.
Luego los hizo ejecutar por
traidores, e inmediatamente tomó las dos torres.
Llevando todo a feliz
término, con las armas en la mano, logró matar en las dos fortalezas a más de
veinte mil hombres.
Timoteo, que ya antes había
sido derrotado por los judíos, después de reclutar numerosas tropas extranjeras
y de reunir una considerable cantidad de caballos traídos de Asia, se presentó
con la intención de conquistar Judea por las armas.
Mientras él se aproximaba,
el Macabeo y sus hombres cubrieron de polvo su cabeza y se ciñeron la cintura
con cilicios, para suplicar a Dios.
Postrados al pie del altar, le pedían que
se mostrara propicio con ellos, haciéndose enemigo de sus enemigos y adversario
de sus adversarios, como lo declara la Ley.
Al terminar la súplica, empuñaron las
armas y avanzaron un buen trecho fuera de la ciudad. Cuando estuvieron cerca de
sus enemigos, se detuvieron.
Al despuntar el alba, los dos bandos se
lanzaron al combate. Unos tenían como prenda de éxito y de
victoria, además de su valor, su confianza en el Señor; los otros combatían
impulsados sólo por su arrojo.
En lo más encarnizado de la
batalla, los enemigos vieron aparecer en el cielo cinco hombres majestuosos
montados en caballos con frenos de oro, que se pusieron al frente de los
judíos.
Esos hombres colocaron al
Macabeo en medio de ellos y, cubriéndolo con sus armas, lo hicieron
invulnerable, mientras arrojaban flechas y rayos contra los adversarios. Estos,
enceguecidos por el resplandor se dispersaron en el más completo desorden.
Así perecieron veinte mil
quinientos soldados y seiscientos jinetes.
El mismo Timoteo tuvo que
refugiarse en una fortaleza muy bien defendida, llamada Guézer, donde gobernaba
Quereas.
Las tropas de Macabeo,
enardecidas por la victoria, sitiaron la ciudadela durante cuatro días.
Los defensores, confiados en
la solidez inexpugnable de la plaza fuerte, proferías blasfemias y maldiciones.
Pero al amanecer del quinto
día, veinte jóvenes de las tropas del Macabeo, enfurecidos por las blasfemias,
saltaron virilmente sobre la muralla y, con ímpetu salvaje, mataban a todos los
que se les ponían delante.
Otros, igualmente, escalaban
el muro para atacar a los sitiados por el lado opuesto, prendían fuego a las
torres y, encendiendo hogueras, quemaban vivos a los blasfemos. Otros,
mientras tanto, derribaron las puertas y, abriendo paso al resto del ejército,
se apoderaron de la ciudad.
A Timoteo, que estaba escondido en una
cisterna, lo degollaron junto con su hermano Quereas y con Apolófanes.
Una vez concluidas estas proezas,
bendijeron al Señor con himnos y acciones de gracias, porque él había concedido
tan grandes beneficios a Israel y les había dado la victoria.